LORD DUNSANY.  “Cuentos de un soñador” (1910)

Edward John Moreton Drax Plunkett, XVIII Barón de Dunsany (1878-1957)

Todavía se puede comprar una edición nueva de “Cuentos de un soñador” gracias a Alianza Editorial, eso sí, con un formato cada vez más cutre desde que se fusionó con Anaya. Mantiene la traducción, la clásica de la “Revista de Occidente”. Y tenemos la edición de Alfabia, en 2009, que incluye “Cuentos de un soñador” y “El libro de las maravillas”. Hay una edición ilustrada de 1977 que desconozco, a cargo de Francisco Orellana, pero que aporta una nueva traducción.

Es un libro maravilloso. Todos los relatos, sin excepción, merecen ser leídos. Lo que caracteriza a este autor es la belleza y originalidad tanto del lenguaje, como de los temas y del estilo narrativo, así como su claridad.  Son complicados, pero se entienden. No hace falta acudir a “análisis literarios” que nos los expliquen. Y si algo no se entiende, se “siente”, se intuye su sentido. H.P. Lovecraft, en su ensayo, le sitúa entre los más grandes maestros modernos del terror: “ Su método para imaginar nombres originales de personas y lugares con influencias extraídas de fuentes clásicas y orientales, es una maravilla de inventiva versátil y discriminación poética”…”Pero una mera descripción apenas si puede expresar una pequeña parte del poderoso encanto de Dunsany. Sus ciudades prismáticas y rituales lejanos y mágicos están cincelados con una firmeza que sólo la maestría puede otorgar, y nos estremecemos con un sentido de verdadera participación en sus secretos misterios. Para el lector de genuina imaginación Dunsany es el talismán y la llave que permite vislumbrar las inagotables riquezas del mundo de los sueños y las memorias perdidas; de modo que podemos considerarlo no sólo como un poeta, sino como alguien que hace de cada lector un poeta” (H. P. Lovecraft)

Lo que distingue a Dunsany es que el terror que emana de sus relatos no parece premeditado, sino algo que surge como una entidad que se impone en un mundo totalmente onírico.

“Nacido en Londres en el seno de una familia noble irlandesa, recibió una educación esmerada en el Eton College y la Real Academia Militar de Sandhurst. En 1899 hereda el título de lord, al fallecer su padre. Como militar, participó en la Guerra Bóer y en la I Guerra Mundial. Entre otras aficiones, fue un excelente cazador y jugador de ajedrez. Mantuvo amistad con otros autores irlandeses, como Yeats. En 1957, muere en Dublín a consecuencia de un ataque de apendicitis.

En los relatos de Dunsany, las tradiciones populares, la épica celta, el exotismo oriental y los elementos oníricos se funden en un mundo intemporal de sabor único”. (1)

Los relatos:
Poltarnees, la que mira al mar
Extraña y deliciosa. Hay una serie de Tierras Interiores: Toldees, Mondath, Arizim, rodeadas al Este por un desierto, al Sur por la magia, al Norte por el viento glacial y al Oeste por una montaña llamada Poltarnees, que es como un muro que separa las tierras interiores del Mar. Todos los que han intentado cruzar la montaña no han vuelto. Las creencias inferiores y las creencias superiores sobre el mar: una especie de religión. Un día, los reyes de las ciudades se dan cuenta de que Hilnaric, la hija del rey de Arizim es tan hermosa como pueda serlo el mar y, aunque lo consideran una blasfemia, piensan que si un hombre se enamora de ella podría cruzar la montaña y regresar. Aparece el hombre, Athelvok, cazador de toros, se enamora de la muchacha y jura realizar la hazaña. Escala la montaña, ve el mar, con sus barcos, sus olas, sus gentes…Piensa que “los muertos no pueden regresar al mundo de los vivos porque hay algo que los muertos sienten y conocen y los vivos no entenderán nunca”. Le cuentan que un hombre que quiso volver, no pudo volver a subir por la pendiente.
Athelvok no vuelve. Hilnaric no se casó nunca. Con su dote se elevó un templo para maldecir al Mar.
Blagdaross 
En un descampado cuentan su historia un tapón de corcho, nacido en Andalucía, transportado a Provenza “donde le dieron forma y donde cumplió veinte años su papel de centinela del vino”. Este, con los años le pedía salir pero él no le dejaba, hasta que un día abrieron la botella y a él lo tiraron por ahí.
Un fósforo incólume, que odia las ciudades y que algún día, los niños que lleva dentro las destruirán siendo frenados solo por su enemigo el mar. Una cuerda (esta es bestial), fabricada en una cárcel y manteniendo el odio y la desesperanza con que la hicieron los presos, se dedicaba a atar cajas con saña, hasta que un día un hombre, un suicida, pensó mirándola “ésta no me fallará”. Su alma le recriminaba continuamente pero el hombre no le hacía caso. “Una vez colgado y aunque mi fuerza no era suficiente para sostenerlo, recordé sus palabras e hice un esfuerzo supremo, aunque el alma me gritaba que lo soltase, pero yo le decía “tú le has humillado”. Y el hombre murió y su alma se fue por otro lado”. Y, finalmente, Blagdaross, un caballito de madera, recordando cuando su humano corría mil aventuras montado en él hasta que se hizo mayor y lo abandonó. Pero entonces unos niños aparecen, se montan en él y vuelven a jugar.
En donde suben y bajan las mareas. Muy sórdida. Es la seleccionada por su perfecto acabado y porque me parece la más terrorífica.
Bethmoora
Primero narra el paso de la noche a la mañana en Londres. Luego piensa en Bethmoora, ciudad situada en el desierto, pero próspera y feliz. Un día llegan tres emisarios y dan su mensaje, y todos huyen. Algunos piensan que eran órdenes del rey de otra poderosa ciudad, otros que llevaban consigo una terrible enfermedad y se acercaron a la ciudad por hambre. Otros, que fue el desierto el que quería adueñarse de la ciudad…
El hombre del hachís
Genial. Es la continuación de Bethmoora. El narrador se encuentra en una reunión con un hombre que dice haber leído su cuento Y que sabe la explicación de por qué quedó abandonada la ciudad. Lo averiguó gracias al hachís que le regaló un gitano. Cada tarde tomaba (comía) su cucharada de hachís y entonces iba a Bethmoora y se encontró con un marinero que le dijo que la causa fue el emperador de aquella poderosa ciudad de que se habla en el cuento. Intentó averiguar más, siempre con su cucharada de hachís, y le encontró atrapado por esbirros del rey que lo torturan salvajemente. En un momento dado, se alarman porque detectan la presencia de un espíritu (nuestro narrador) y empiezan a comer hachís en grandes cantidades…

De repente, avisan al anfitrión de que un policía quiere hablar con él. Dunsany y el hombre del hachís lo oyen y este abre una ventana, se lanza por ella y cuando miran asombrados por ella no se le volvió a ver…

 

Días de ocio en el país del Yann
Viaje fantástico por el río Yann, donde van descubriendo ciudades, animales, personajes, árboles maravillosos…Puras fantasías oníricas. Es quizá el más afamado relato de Dunsany, y el que aparece en más antologías.
El pobre Bill
Truculenta. Un barco español. Un marinero cuenta la historia de aquel barco, donde el capitán odiaba a todos y todos al capitán. Este desembarca en una isla y aprende a maldecir, por lo cual hace que las almas de los marineros puedan ir donde él quiera: en lo alto de los mástiles, en el mar nadando tras el barco, en la Luna…Pierde su capacidad solo cuando está borracho. Aprovechan el  momento y varios quieren matarlo, pero el pobre Bill se apiada y decide que lo dejen en una isla abandonada. Una vez hecho, las maldiciones les persiguen y no pueden atracar en ningún puerto, con lo cual, cuando se quedan sin comida se van comoendo unos a otros, hasta que al final solo quedan el pobre Bill y otro. Bill lo mata y cesa la maldición del capitán…Hace 100 años que el capitán ha muerto y el pobre Bill sigue en tierra pero la maldición le sigue persiguiendo porque nunca envejece…El narrador pierde entonces su fascinación y todos se apartan de él horrorizados por la historia y por el marinero.
Carcasona
Camorak, rey de Arn, en su soberbio palacio, planea con sus leales guerreros llegar a Carcasona, ciudad que el Hado niega que lleguen nunca. No obstante, Camorak y sus guerreros, especialmente Arleón y su arpa, se empeñan. Asaltan una ciudad inexpugnable. Van cayendo hasta que solo quedan Camorak y Arleón, que siguen…se hacen viejos. Reconocen que nunca llegarán.
Día de elecciones; es día de elecciones en un pueblecito costero. Un poeta, creyendo que todos se han vuelto locos sale a la calle con tal de poner en salvo una inteligencia, encuentra a un elector y se lo lleva a la falda de las montañas; el elector habla de política pero el poeta trata de que se fije en la naturaleza que le rodea.
La locura de Andelsprutz
Un viajero llega a Andelsprutz y la encuentra muerta y sin alma. Pregunta a varios vecinos que le dicen que las ciudades no están ni vivas ni muertas ni tienen alma, hasta que habla con alguien que le cuenta la historia de cómo el alma de la ciudad se marchó a las montañas y de cómo se reunió con el alma de otras ciudades muertas…Muy poéticos.
 Zaccarath
Es una fiesta en un fastuoso palacio en la ciudad de Zaccarath. Un profeta predice la destrucción total de la ciudad, luego un cantor canta las iniquidades del rey…siguen otros profetas, todos convocados en la gran sala del rey. Nadie parece darse cuenta de sus palabras…pero todos van desapareciendo, los músicos tocan cada vez más bajo, las princesas,  como estrellas van desapareciendo y el narrador encuentra una piedra, una de las tres que quedaron de Zaccarath
La ciudad ociosa
A las puertas de una ciudad, los vigilantes piden un portazgo a los que quieren entrar en ella, que consiste en contar una historia para luego contárselas al rey que echa mucho de menos a su reina muerta. Y con las historias se calma y vuelve a dormirse.
El campo
El narrador sale al campo para huir de la fealdad y frialdad de Londres. Pero siente una inquietud, como de algo malo que está por venir. Un poeta amigo suyo al que lleva un día con él le dice que aquel es un campo de batalla. Son todas bonitas.
 Los mendigos
Pura poesía en prosa. Un día el narrador sueña que unos mendigos con aire divino, todos con capas de colores, ninguna negra, y preguntan a los faroles, a las calles, a las casas…y luego la visión se desvanece.
El cuerpo infeliz

Un cuerpo fatigado tiene un alma que no le deja descansar. Cuando se tumba para dormir, su alma le despierta, sentada en el alféizar de la ventana y le obliga a escribir los sueños de la gente, que ella ve…Al final, el alma se aburre de lo despacio que va el cuerpo, fatigado y se marcha. El cuerpo es depositado en tierra y a la noche siguiente otros espectro se acercan y le dicen que ahora está bien, que ya puede descansar.

La espada y el ídolo, sobre la noche de los tiempos, cuando en la Edad de Piedra, el que hacía el fuego, una mañana encuentra entre las brasas de la hoguera una espada de hierro y se convierte en el jefe de la tribu. El anterior jefe, resentido, busca en las afueras y encuentra a Dios, que quiere la espada y le convierte en el nuevo jefe…

 

Notas y enlaces de interés

(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Lord_Dunsany

https://www.galiciae.com/blog/antonio-costa/borges-equivocaba-lord-dunsany/20180614174555034889.html

 

————————————————–

.En donde suben y bajan las mareas

 

Sinopsis:

Un hombre sueña que ha hecho algo tan horrible que no merece ser sepultado ni en la tierra ni en el mar. Unos amigos son los que le medio entierran en el fango de la orilla del río, el Támesis, y según sube o baja la marea le hacen tener la esperanza de liberar su alma o seguir varado en el cieno. A veces hombres de los servicios públicos le descubren y le dan sepultura, pero sus amigos siempre vuelven y lo vuelven a llevar al fango

 

Soñé que había hecho algo horrible, tan horrible, que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí. Esperé algunas horas con esta certidumbre. Entonces vinieron por mí mis amigos, y secretamente me asesinaron, y con antiguo rito y entre grandes hachones encendidos, me sacaron.

Esto acontecía en Londres, y furtivamente, en el silencio de la noche, me llevaron a lo largo de calles grises y por entre míseras casas hasta el río. Y el río y el flujo del mar pugnaban entre bancos de cieno, y ambos estaban negros y llenos de los reflejos de las luces. Una súbita sorpresa asomó a sus ojos cuando se les acercaron mis amigos con sus hachas fulgurantes. Y yo lo veía, muerto y rígido, porque mi alma aún estaba entre mis huesos, porque no había infierno para ella, porque se me había negado sepultura cristiana.

Me bajaron por una escalera cubierta de musgo y viscosidades, y así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una fosa. Después me depositaron en la tumba, y de repente arrojaron las antorchas al río. Y cuando el agua extinguió el fulgor de las teas, se vieron, pálidas y pequeñas, nadar en la marea; y al punto se desvaneció el resplandor de la calamidad, y advertí que se aproximaba la enorme aurora; mis amigos se taparon los rostros con sus capas, y la solemne procesión se dispersó, y mis amigos fugitivos desaparecieron calladamente.

Entonces volvió el fango cansadamente y lo cubrió todo, menos mi cara. Allí yacía solo, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no llevarán más adelante, con las cosas inútiles y perdidas, con los ladrillos horribles que no son tierra ni piedra. Nada sentía, porque me habían asesinado; mas la percepción y el pensamiento estaban en mi alma desdichada. La aurora se abría, y vi las desoladas viviendas amontonadas en la margen del río, y en mis ojos muertos penetraban sus ventanas muertas, tras de las cuales había fardos en vez de ojos humanos.

Y tanto hastío sentí al mirar aquellas cosas abandonadas, que quise llorar, mas no pude porque estaba muerto. Supe entonces lo que jamás había sabido: que durante muchos años aquel rebaño de casas desoladas había querido llorar también, mas, por estar muertas, estaban mudas. Y supe que también las cosas olvidadas hubiesen llorado, pero no tenían ojos ni vida. Y yo también intenté llorar, pero no había lágrimas en mis ojos muertos. Y supe que el río podía habernos cuidado, podía habernos acariciado, podía habernos cantado, mas él seguía corriendo sin pensar más que en los barcos maravillosos.

Por fin, la marea hizo lo que no hizo el río, y vino y me cubrió, y mi alma halló reposo en el agua verde, y se regocijó, e imaginó que tenía la sepultura del mar. Mas con el reflujo descendió el agua otra vez, y otra vez me dejó solo con el fango insensible, con las cosas olvidadas, ahora dispersas, y con el paisaje de las desoladas casas, y con la certidumbre de que todos estábamos muertos.

En el negro muro que tenía detrás, tapizado de verdes algas, despojo del mar, aparecieron oscuros túneles y secretas galerías tortuosas que estaban dormidas y obstruidas. De ellas bajaron al cabo furtivas ratas a roerme, y mi alma se regocijó creyendo que al fin se vería libre de los malditos huesos a los que se había negado entierro.

Pero pronto se apartaron las ratas y murmuraron entre sí. No volvieron más. Cuando descubrí que hasta las ratas me execraban, intenté llorar de nuevo. Entonces, la marea vino retirándose, y cubrió el espantoso fango, y ocultó las desoladas casas, y acarició las cosas olvidadas, y mi alma reposó por un momento en la sepultura del mar. Luego me abandonó otra vez la marea. Y sobre mí pasó durante muchos años arriba y abajo. Un día me encontró el Consejo del Condado y me dio sepultura decorosa. Era la primera tumba en que dormía. Pero aquella misma noche mis amigos vinieron por mi, y me exhumaron, y me llevaron de nuevo al hoyo somero del fango.

Una y otra vez hallaron mis huesos sepultura a través de los años, pero siempre al fin del funeral acechaba uno de aquellos hombres terribles, quienes, no bien caía la noche, venían, me sacaban y me volvían nuevamente al hoyo del fango. Por fin, un día murió el último de aquellos hombres que hicieron un tiempo la terrible ceremonia conmigo. Oí pasar su alma por el río al ponerse el sol. Y esperé de nuevo.

Pocas semanas después me encontraron otra vez, y de nuevo me sacaron de aquel lugar en que no hallaba reposo, y me dieron profunda sepultura en sagrado, donde mi alma esperaba descanso. Y al punto vinieron hombres embozados en capas y con hachones encendidos para volverme al fango, porque la ceremonia había llegado a ser tradicional y de rito. Y todas las cosas abandonadas se mofaron de mí en sus mudos corazones cuando me vieron volver, porque estaban celosas de que hubiese dejado el fango. Debe recordarse que yo no podía llorar.

Y corrían los años hacia el mar adonde van las negras barcas, y las grandes centurias abandonadas se perdían en el mar, y allí permanecía yo sin motivo de esperanza y sin atreverme a esperar sin motivo por miedo a la terrible envidia y a la cólera de las cosas que ya no podían navegar.

Una vez se desató una gran borrasca que llegó hasta Londres y que venía del mar del Sur; y vino retorciéndose río arriba empujada por el viento furioso del Este. Y era más poderosa que las espantosas mareas, y pasó a grandes saltos sobre el fango movedizo. Y todas las tristes cosas olvidadas se regocijaron y mezcláronse con cosas que estaban más altas que ellas, y pulularon otra vez entre los señoriles barcos que se balanceaban arriba y abajo. Y sacó mis huesos de su horrible morada para no volver nunca más, esperaba yo, a sufrir la injuria de las mareas. Y con la bajamar cabalgó río abajo, y dobló hacia el Sur, y tornóse a su morada. Y repartió mis huesos por las islas y por las costas de felices y extraños continentes. Y por un momento, mientras estuvieron separados, mi alma se creyó casi libre.

Luego se levantó, al mandato de la Luna, el asiduo flujo de la marea, y deshizo en un punto el trabajo del reflujo, y recogió mis huesos de las riberas de las islas de sol, y los rebuscó por las costas de los continentes, y fluyó hacia el Norte hasta que llegó a la boca del Támesis, y subió por el río y encontró el hoyo en el fango, y en él dejó caer mis huesos; y el fango cubrió algunos y dejó otros al descubierto, porque el fango no cuida de las cosas abandonadas.

Llegó el reflujo, y vi los ojos muertos de las cosas y la envidia de las otras cosas olvidadas que no había removido la tempestad. Y transcurrieron algunas centurias más sobre el flujo y el reflujo y sobre la soledad de las cosas olvidadas. Y allí permanecía, en la indiferente prisión del fango, jamás cubierto por completo ni jamás libre, y ansiaba la gran caricia cálida de la tierra o el dulce regazo del mar.

A veces encontraban los hombres mis huesos y los enterraban, pero nunca moría la tradición, y siempre me volvían al fango los sucesores de mis amigos. Al fin dejaron de pasar los barcos y fueron apagándose las luces; ya no flotaron más río abajo las tablas de madera, y en cambio llegaron viejos árboles descuajados por el viento, en su natural simplicidad.

Al cabo percibí que dondequiera a mi lado se movía una brizna de hierba y el musgo crecía en los muros de las casas muertas. Un día, una rama de cardo silvestre pasó río abajo. Por algunos años espié atentamente aquéllas señales, hasta que me cercioré de que Londres desaparecía. Entonces perdí una vez más la esperanza, y en toda la orilla del río reinaba la ira entre las cosas perdidas, pues nada se atrevía a esperar en el fango abandonado. Poco a poco se desmoronaron las horribles casas, hasta que las pobres cosas muertas que jamás tuvieron vida encontraron sepultura decorosa entre las plantas y el musgo. Al fin apareció la flor del espino y la clemátide. Y sobre los diques que habían sido muelles y almacenes se irguió al fin la rosa silvestre. Entonces supe que la causa de la Naturaleza había triunfado y que Londres había desaparecido.

El último hombre de Londres vino al muro del río, embozado en una antigua capa, que era una de aquellas que un tiempo usaron mis amigos, y se asomó al pretil para asegurarse de que yo estaba quieto allí; se marchó y no le volví a ver: había desaparecido a la par que Londres.

Pocos días después de haberse ido el último hombre entraron las aves en Londres, todas las aves que cantan. Cuando me vieron, me miraron con recelo, se apartaron un poco y hablaron entre sí.

Sólo pecó contra el Hombre —dijeron—. No es cuestión nuestra.

Seamos buenas con él. —dijeron.

Entonces se me acercaron y empezaron a cantar. Era la hora del amanecer, y en las dos orillas del río, y en el cielo, y en las espesuras que un tiempo fueron calles, cantaban centenares de pájaros. A medida que el día adelantaba, arreciaban en su canto los pájaros; sus bandadas espesábanse en el aire, sobre mi cabeza, hasta que se reunieron miles de ellos cantando, y después millones, y por último no pude ver sino un ejército de alas batientes, con la luz del sol sobre ellas, y breves claros de cielo. Entonces, cuando nada se oía en Londres más que las miríadas de notas del canto alborozado, mi alma se desprendió de mis huesos en el hoyo del fango y comenzó a trepar sobre el canto hacia el cielo. Y pareció que se abría entre las alas de los pájaros un sendero que subía y subía, y a su término se entreabría una estrecha puerta del Paraíso. Y entonces conocí por una señal que el fango no había de recibirme más, porque de repente me encontré que podía llorar.

En este instante abrí los ojos en la cama de una casa de Londres, y fuera, a la luz radiante de la mañana, trinaban unos gorriones sobre un árbol; y aún había lágrimas en mi rostro, pues la represión propia se debilita en el sueño. Me levanté y abrí de par en par la ventana, y extendiendo mis manos sobre el jardincillo, bendije a los pájaros cuyos cantos me habían arrancado a los turbulentos y espantosos siglos de mi sueño.


Traducción: Revista de Occidente.

 

https://www.casadellibro.com/libro-cuentos-de-un-sonador/9788420661605/1129090