Hace poco que he descubierto el relato japonés de terror, gracias a Kaiki, una antología de la editorial Quaterni. Mi único conocimiento de autores japoneses eran las novelas de Natsume Soseki. Me enamoré de “Soy un gato” y acabé devorando todo lo que tenía publicado en España. Así que ha sido también un reencuentro con esa forma peculiar de pintar…en este caso, el terror. Kaiki es un “término que sirve para definir las cosas sobrenaturales y tétricas. En el caso de las novelas, las palabras serían kaiki shosetsu”.
El libro no puede empezar mejor. Los dos primeros cuentos podrían figurar en las mejores antologías, especialmente “La lengua del Diablo”, que es el cuento seleccionado y “El demonio del cabello blanco” de Kido Okamoto , otro cuento brillante, a la altura de las grandes ghost stories.
A partir del tercer relato baja el nivel, que estaba en unas cotas altísimas, pero se mantiene en un tono alto.
Yo destacaría :
“El bubón con rostro humano” (Juniziro Tanikazi), Una pena que el final sea algo farragoso porque la historia es muy buena. Una actriz se entera de que se está proyectando una película en algunos cines en la que ella es la protagonista, pero no lo recuerda… La película causa horror a los espectadores y los deja trastornados por su realismo.
El toque masoquista en “La sombra de la muerte” (Juran Hisao), donde Fuji, mujer hermosa y extrañísima, hace gala de una enorme crueldad con su profesor particular.
“El infierno está en el espejo” (Rampo Edogawa), que recuerda vagamente a “La lente de diamante” (Fitz James O´Brien) pero con un final a la japonesa más terrorífico…
El subgénero de terror en el mar está representado por “Un relato de espíritus marinos” (Kyoka Tanaka), la cual podría estar en una antología de cuentos de terror ambientados en el mar y destacaría; también con un final brutal. “El muchacho de los naufragios” ( Kyusaku Yumeno), y la extraña presencia de un ser andrógino, que le da un toque perturbador.
“La momia” (Atsushi Nakajima), un más que digno relato del subgénero de arqueología terrorífica, “La cara dentro de la hornilla” (Kotaro Tanaka) en la que un bonzo baja todos los días desde su ermita para jugar al go con un samurai en una posada…
En fin, que ha sido una grata aportación. Solo lamento no haberlo descubierto antes.
El cuento seleccionado, “La lengua del diablo”, hace honor al título del libro que lo contiene, porque el terror y la locura llevados a sus límites son sus dos ingredientes básicos. El autor tuvo una vida marcada por la melancolía y la tuberculosis, falleciendo con tan solo 23 años. Es un relato que consigue el objetivo de dejar al lector con la sensación de no saber si es una historia real, producto de una mente enferma o una pesadilla de ultratumba. Si temes a las pesadillas es mejor que no lo leas antes de dormir, pero si eres como yo, si lo que te gusta es pasar miedo arrebujado entre tus mantas, ten por seguro que lo pasarás…El final, inesperado y brillante, te deja esa sensación desapacible, indefinida, que es a lo más alto que puede apuntar un cuento de horror.
Sinopsis:
Kaneko es hijo de una geisha. Se cría con esta y con la esposa principal del Señor. Uno de sus hermanos nace con una mancha de nacimiento y le vaticinan una muerte especialmente horrible. A la muerte de su padre, Kaneko marcha a Tokyo, intenta dedicarse a la poesía, pero descubre que su naturaleza no es normal…
La lengua del diablo
Kaita Murayama (1896-1919)
I
Una noche serena a principios de mayo, alrededor de las
once, estaba en el jardín contemplando el azul profundo del
cielo cuando, de repente, se escuchó una voz en la puerta:
«¡Telegrama!». Al abrirlo encontré lo siguiente:
“CUESTA DE KUDAN 301 KANEKO”
Me extrañó mucho. ¿Qué significaba eso de 301? Kaneko
era el nombre de un amigo mío, el más peculiar de todos. El
tipo era poeta y, tal vez por eso, también misterioso. Comencé
a pensar en el extraño telegrama que tenía en la mano. Lo
habían emitido a las diez y cuarenta y cinco en Ōtsuka. Aunque
no entendía nada, decidí ir a la Cuesta de Kudan, así que me vestí y me puse en marcha.
Desde mi casa hasta la estación había bastante distancia.
Durante el camino pensé mucho en Kaneko. Lo había conocido
en otoño, hacía un par de años, en una fiesta a la que solo había
invitada gente excéntrica. Él cumpliría veintisiete este año, por
lo que en aquel entonces era un joven poeta de veinticinco.
Sin embargo, iba vestido como un anciano y en su rostro, de un tono curiosamente rojizo, se marcaban con claridad varias arrugas. Tenía los ojos grandes, brillantes y negros, mientrasque su nariz era larga y ancha. La extraña forma de sus labiosme llamó la atención. Los anfitriones de la fiesta eran gente inusual y, por esa misma razón, sus invitados eran también bichos raros.
Si alguien normal los hubiera visto, seguramente le habrían parecido una horda de demonios. Pero, entre tantas singularidades, fueron los labios del joven poeta los que llamaron enormemente mi atención.
Estaba sentado justo frente a mí, por lo que pude observarlo
hasta hartarme. Tenía los labios realmente gruesos, como dos
tuberías de cobre con cardenillo, y temblaban sin cesar. Cuando
comía era aún más espectacular. El verdigrís de sus labios
resaltaba el color rojo de su lengua al abrir la boca para tragar
la comida a toda velocidad. Yo, que nunca había visto a alguien
con unos labios tan gruesos, me quedé perplejo viendo cómo
comía. De repente, sus ojos se posaron sobre mí. Se levantó y
me gritó:
—Oye, ¿por qué me miras de un modo tan descarado?
—Tienes razón. Lo siento —le dije saliendo del trance, y
entonces volvió a sentarse.
—Me alegra que lo entiendas. No es agradable ser el blanco
de miradas indiscretas.
Dio un trago a la jarra de cerveza sin dejar de mirarme con
sus ojos brillantes.
—Tienes toda la razón. Lo que pasa es que tu apariencia me
parece interesante.
—¡Sigue sin ser agradable! ¡Qué te importa a ti mi apariencia!
Parecía molesto.
—No te enfades. Bebamos algo para reconciliarnos.
Así fue como Eikichi Kaneko y yo nos conocimos.
Cuanto más me relacionaba con él, más extraño me parecía.
Poseía una considerable fortuna y vivía solo, pues no tenía
padres ni hermanos. Se había matriculado en distintas universidades,
pero ninguna fue de su completo agrado. Nadie conocía
la razón exacta por la que se había decidido por la poesía, ya
que le disgustaba hablar de esa parte de su vida. Llevaba una
existencia discreta y le desagradaba sobremanera recibir visitas
en su hogar. Por ello, todo lo que hacía era un absoluto misterio.
Se pasaba el tiempo recorriendo las calles, siempre en
bares y tabernas.
Hacía dos o tres meses que no lo veíamos. Nadie sabía nada
de él, ni por dónde andaba. Y aunque yo había logrado intimar
con él y me había ganado su confianza, lo único que sabía de
Kaneko es que era un personaje misterioso y excéntrico.
II
Mientras recordaba todo aquello, llegué a la cima de la
Cuesta de Kudan. A mis pies, bajo el velo nocturno, se extendía
la ciudad. Los farolillos de Jinbōchō brillaban en la oscuridad como diamantes incrustados en el mineral. Inspeccioné la
cuesta de arriba abajo. Pensaba que Kaneko me estaría esperando allí, pero no conseguía divisar su silueta. Busqué cerca de la estatua de bronce de Ōmura, pero no encontré a nadie.
Estuve media hora en la Cuesta de Kudan y después decidí ir
a su casa, que se hallaba cerca de Tomisaka. Cuando llegué a
su domicilio, una vivienda pequeña pero bonita, encontré allí a
la policía. Sorprendido, les pregunté qué ocurría y me dijeron
que Kaneko se había suicidado. Entré en la casa de inmediato
y vi su cuerpo rodeado de dos o tres amigos y algunos agentes de policía.
Se había matado clavándose en el corazón unas
varillas que se usaban para remover el picón. Por sus heridas,
parecía haberlo intentado dos o tres veces. Estaba muy pálido,
pero su rostro reflejaba tanta paz que parecía dormido. Según
dijo el forense, el fatal desenlace había sido resultado de la
confusión mental producto de la ebriedad. El cadáver apestaba
a alcohol. Se creía que había muerto hacía poco, pues un transeúnte escuchó un gemido de agonía y avisó a las autoridades
de inmediato.
No dejó ninguna carta donde expresara sus últimas voluntades, por lo que el telegrama me pareció todavía más extraño.
Según la hora en la que estimaban que había muerto, todo
había sucedido justo después de enviar la nota. Volví, pensativo, a la Cuesta de Kudan. ¿Qué significaba ese número, 301?
¿Qué tenía que ver con la cuesta? Miré a mi alrededor, pero no
encontré nada. De pronto, caí en la cuenta. En el perímetro de
la Cuesta de Kudan solo había una cosa con números superiores al trescientos: las tapas de piedra que cubrían el canal que
corría a ambos lados de la pendiente. Empecé a examinar el
lado derecho desde arriba y bajé mientras contaba los números. Revisé bien la tapa trescientos uno, pero no encontré nada
extraño, así que empecé a contar desde abajo. Había trescientas
diez tapas en total; la décima desde arriba sería la que buscaba.
Volví a subir corriendo y revisé bien la tapa trescientos uno:
entre la décima y la undécima se veía algo negro. Al sacarlo
descubrí que se trataba de un sobre de papel encerado negro.
—Esto es, esto es —me dije, y volví volando a casa.
En el interior había un documento de portada negra. Cuando
lo leí descubrí al verdadero Eikichi Kaneko por primera vez. Y
era un ser verdaderamente espeluznante.
—¡No era un humano sino un demonio! —grité.
Mis queridos lectores: incluso ahora, al revelaros el contenido de aquel documento sigo sintiendo un profundo horror. A continuación os presento el texto íntegro.
III
Estimado amigo, he decidido morir.
He afilado la varilla de hierro del brasero para clavármela en el corazón.
Cuando leas esto, mi vida ya habrá terminado. En esta
carta descubrirás que el poeta que elegiste como amigo
era un malhechor excepcionalmente horrible, y sentirás
vergüenza e ira por haberme entregado tu confianza. Sin
embargo, si te es posible, compadécete de mí, pues soy
digno de lástima. Te contaré ahora mi oscuro pasado sin
esconder nada.
No soy oriundo de Tokio; nací y crecí en un pueblo
en las montañas de Hida. Mi familia se había dedicado
durante varias generaciones al comercio de madera y
nuestro negocio era de los más prósperos de la región.
Mi padre era una persona frugal y respetable, pero tenía
una amante, una geisha de Nagoya con quien engendró
un hijo. Ese hijo fui yo. Cuando nací, su esposa (es decir,
mi madrastra) ya tenía otro hijo. Sé que resulta inmoral,
pero mi padre obligó a convivir a su esposa y su amante,
así que sus hijos también crecimos juntos. Cuando cumplí
doce años, mi madrastra tenía ya cuatro hijos, y en abril
de ese mismo año nació otro más. Ese hermano mío se
convirtió en el centro de todos los rumores del pueblo, ya
que había nacido con algunas características extrañas y
tenía una mancha dorada en forma de luna creciente en la
planta del pie derecho.
Un día, un adivino que vio al niño nos dijo: «Este
niño tendrá una muerte horrible». Ahora que lo pienso,
esta predicción resultó ser terriblemente cierta. En mi
corazón infantil, aquella luna creciente también provocaba una sensación extraña. Además, aquel año había sido
difícil para mí pues mi padre había muerto en octubre de
forma repentina. En su testamento nos otorgaba a mí y a
mi madre diez mil yenes y declaraba disuelta la relación
familiar. El primogénito, que tenía tres años más que yo,
heredó la casa. Mi padre era una persona amable que
siempre se había preocupado por mi bienestar y el de mi
madre, pero la relación con mi madrastra era insoportablemente fría y distante.
Era obvio que, de haber podido,
habría maltratado a mi madre.
Por eso, en cuanto terminó el funeral nos vinimos a Tokio. Jamás regresamos
al pueblo ni volvimos a saber nada más de mi familia.
Hemos vivido siempre de los intereses que nos reportaban
esos diez mil yenes en el banco, pues mi madre era
una mujer inteligente y modesta que nunca mostró ninguno
de los vicios por los que son conocidas las geishas.
Ella murió cuando yo tenía dieciocho años. Desde
entonces he vivido solo, buscándome la vida con la poesía.
Esta es, a grandes trazos, mi historia. Y bajo su sombra
me ha perseguido siempre una vida horrorosa que
te contaré a continuación.
Ya desde pequeño fui un niño peculiar. Nunca fui
revoltoso, como el resto de muchachos; era callado, me
gustaba estar solo y no quería jugar con los demás. Subía
a la montaña, me detenía a la sombra de una roca y me
abstraía viendo las nubes cruzar el cielo. Aquel hábito
romántico se convirtió en un vicio con el paso del tiempo
y, dos años antes de marcharnos de Hida, padecí una
extraña enfermedad. Sufría una comezón horrible en la
espalda que me hizo perder la vitalidad.
No podía caminar erguido y siempre estaba encorvado.
Estaba pálido y cada vez más escuálido. Mi madre estaba muy preocupada
y probó muchos tratamientos diferentes. Durante aquella
época de sufrimiento descubrí algo extraño: me apetecía
comer cosas fuera de lo común. Primero me dieron unas
ganas enormes de comerme la cal de las paredes, así que
lo hacía a escondidas. Estaba realmente sabrosa.
Me gustaba especialmente la del almacén de mi casa; tanto comí
que terminé haciendo un agujero en la gruesa pared.
De este modo empecé a albergar un profundo interés
por probar cosas inimaginables, y el hecho de estar
siempre solo resultaba muy conveniente para cumplir
mis deseos. Comí varias veces babosas de tierra. También
ranas y culebras, aunque este era un bocado común en
la región. Comí larvas que sacaba de la tierra del jardín
trasero. En primavera degustaba orugas venenosas de
varios colores, doradas, moradas y verdes. Estas últimas
emitían un olor pestilente que de forma extraña satisfacía
mi apetito. En una ocasión me encontraron con los labios
hinchados porque me había picado una oruga. Engullía
cualquier cosa, pero nunca me intoxiqué con nada. Parecía
que mi insólito vicio iría a más, pero me fui a Tokio con
mi madre y, al adaptarme a la vida urbana, la costumbre
desapareció.
IV
Mi madre murió el invierno en el que cumplí dieciocho años.
Lo pasé muy mal; estaba muy triste y me pasaba
el día llorando. Físicamente era débil y, para rematar, sufrí
una crisis nerviosa. Mi salud decayó por completo:
parecía un fantasma y había vuelto a enfermar de la columna,
como cuando era niño. Pensé que no me venía bien estar
en Tokio, así que dejé la universidad para mudarme a
Kamakura. Allí estuve algún tiempo, y después en Shichirigahama, Enoshima y otros lugares. Paseaba por laplaya y me bañaba en el mar; esa era mi vida.
Mi cuerpocambió paulatinamente. Alejarme del ajetreo de la ciudad
y vivir sin presiones, rodeado de hermosas playas, me hizo
sanar física y mentalmente. Volví a mi estado natural. Mi
corazón infantil, que tanto había disfrutado en la soledad
de las montañas de Hida, despertó nuevamente.
Un día, al atardecer, me puse a pensar en lo insípida
que me resultaba últimamente la comida. Me hospedaba
en una buena posada, pero los alimentos me parecían
desabridos. Además, después de bañarme en el mar siempre llegaba con hambre. Me giré para verme en el espejo:
mi rostro, antes pálido, estaba enrojecido. Mis ojos, que
antes parecían apagados, brillaban llenos de vida. Pero
¿por qué no disfrutaba de la comida si ya había recuperado la salud?
Saqué la lengua y la miré en el espejo; en
ese instante me di cuenta: me había crecido. Medía poco
más de diez centímetros.
¿Cuándo había crecido tanto? Y qué forma tan horrorosa tenía.
¿Esa era mi lengua de verdad? No, no podía
ser. Pero al volver a mirarme en el espejo confirmé que
aquel trozo de carne que colgaba entre mis labios cubierto
de verrugas moradas era mi lengua. Además, al mirarla
bien descubrí con sorpresa que lo que parecían verrugas
eran en realidad agujas. La superficie de mi lengua estaba
cubierta de una especie de púas, como la lengua de un
gato. Las toqué con un dedo y, sí, estaban duras y pinchaban.
¿Cómo era posible algo tan extraño? Lo que más
me sorprendió fue que en el espejo se veía claramente el
rostro de un demonio rojo. Era una cara horrible. Tenía
unos ojos grandes que brillaban con energía. Aquello me
sorprendió tanto que me quedé petrificado. Y de repente
escuché hablar al demonio del espejo:
—Tu lengua es la lengua del diablo, una lengua a la que
solo satisface aquella comida digna de un diablo. Come,
come de todo; encuentra aquello que sacia al diablo. Si no
lo haces, tu apetito jamás quedará satisfecho.
Tras pensarlo, llegué a una conclusión.
—Ya no tengo nada que perder. Saborearé con esta
lengua cualquier alimento y descubriré cuál es la dichosa
comida del diablo.
Mi lengua se había convertido en la lengua del diablo
y esa era la razón por la que todo me sabía insípido. Un
mundo completamente nuevo se desplegó entonces frente
a mí. De inmediato dejé la posada donde me hospedaba y
alquilé una casa deshabitada en un pueblo solitario en el
extremo de la península de Izu. Allí empecé una extraña
vida llena de comida extraordinaria. Era cierto que la
comida normal no proporcionaba ningún estímulo a mi
nueva lengua, por lo que me vi en la necesidad de buscar
comida específica para mí. Durante los dos meses que
viví en aquella casa comí tierra, papel, lagartijas, sapos,
sanguijuelas, salamandras, serpientes, y también medusas y peces globo.
Comía las verduras después de que se
pudrieran y su olor y color me hacía sentirme genial.
Ese tipo de comida era el que me satisfacía.
Dos meses después, mi sangre comenzó a tener un tono extraño, entre
verde y rojo. Sentía que mi cuerpo entero estaba a punto
de alcanzar la eternidad, y entonces se me ocurrió algo.
«¿A qué sabrá la carne humana?», empecé a pensar.
Me sentí horrorizado al planteármelo pero, desde ese
momento, no conseguí quitármelo de la cabeza: «Quiero
comer carne humana». Eso ocurrió justamente en enero
del año pasado.
V
Desde ese momento ya no pude dormir. Soñaba con
carne humana. Me temblaban los labios y mi gruesa
lengua se arrastraba como una serpiente en el interior de
mi boca babeante. Me daba miedo toda aquella energía
que surgía de mis deseos, así que intenté controlarlos. Sin
embargo, el diablo de mi lengua me gritaba:
—¡Por fin has encontrado el mayor de los manjares de
este mundo! ¡Sé valiente! ¡Come humanos! ¡Come humanos!
Desde el espejo, el diablo me miraba con una enorme
sonrisa. Mi lengua era cada vez más grande y sus agujas
brillaban con mayor intensidad. Cerré los ojos.
—No. Nunca comeré carne humana. No soy un aborigen del Congo. Soy un buen japonés.
Sin embargo, el diablo se burlaba de mí. Para terminar
con ese miedo insoportable no tuve otra opción que mantenerme continuamente borracho. Me pasaba el día en los
bares, intentando huir de ese deseo aunque fuera por un
instante. Pero el destino no mostró piedad conmigo.
Nunca olvidaré la noche del cinco de febrero del año
pasado. Volvía de Asakusa completamente borracho;
estaba nublado y la oscuridad lo cubría todo impidiéndome ver más allá de mis narices. Mientras buscaba la luz de las farolas, sin darme cuenta me equivoqué de camino.
Escuché el estruendo de una locomotora y me percaté de que estaba junto a las vías de la estación de Nippori. Las crucé y subí la cuesta. Entonces, al entrar en el cementerio de Nippori, me caí.
Cuando abrí los ojos seguía siendo de noche. Encendí una cerilla y vi en mi reloj que era la una y media de la madrugada. Ya casi se me había pasado la borrachera, así que empecé a caminar por el cementerio.. De repente, uno de mis pies se hundió en la tierra.. Encendí otra cerilla y descubrí con sorpresa que aquel era un cementerio comunal y que había hundido el pie en un montículo de tierra reciente.. En ese momento, se me ocurrió una idea horrorosa. Sin ser consciente de ello, busqué una pala y empecé a excavar en el montículo.. Cavé sin cesar, como un loco, y al final seguí escarvando con las uñas.. En poco menos de una hora, mi mano tocó algo de madera..
Era un ataúd.
Le quité la tierra y rompí la tapa a golpes. Entonces eché un vistazo al interior encendiendo una cerilla.
Ni antes ni después de ese momento tuve una sensación tan horrorosa. La débil luz del fósforo alumbraba la cara pálida y azulada de una mujer muerta. Tenía los ojos y la boca cerrados. Era una mujer joven y guapa, de unos diecinueve años, con el cabello negro y lustroso. En su cuello había sangre coagulada,negra y abundante, pues tenía la cabeza separada del torso.. También le habían cortado los brazos y las pierna, que habían metido en el ataúd de cualquier manera. Una sensación de horror me recorrió el cuerpo, pero me tranquilicé al entender que aquella mujer debió suicidarse arrojándose a las vías del tren y que habían enterrado allí su cuerpo provisionalmente. Saqué el puñal que llevaba en el bolsillo y descubrí uno de sus pechos. El olor de la putrefacción que tanto me gustaba me golpeó la nariz. Corté su seno con dificultad, llenándome las manos de un líquido espeso. Después le corté un poco de mejilla.. Al terminar, me asaltó un enorme temor.
“¿Qué demonios pretendes hacer”?, me gritó mi conciencia. Sin embargo, guardé bien en un pañuelo los pedazos de carne que había cortado y cerré el ataúd. Luego lo cubrí de tierra, como antes, y me apresuré a salir del cementerio. Pedí una carreta y regresé a mi casa en Tomisaka.
Al llegar a casa, cerré la puerta y saqué la carne del pañuelo. Puse a asar la mejilla y esta comenzó a emitir un delicioso olor. Estaba en éxtasis.. Mientras se doraba, la lengua del diablo bailaba y brincaba en mi boca. No dejaba de babear y no pude aguantar más; devoré de un bocado aquella carne a medio hacer. En ese instante, caí en un trance parecido al que provoca el opio. ¿Cómo podía existir algo tan sabroso?. ¿Podría seguir viviendo sin comerlo de nuevo?. Por fin había encontrado “la comida del diablo”. Durante mucho tiempo, mi lengua había estado esperando precisamente aquello: carne humana. ¡Ah! ¡Y por fin lo había descubierto!. A continuación me comí el pecho. Bailé por la habitación como si me atravesara una corriente eléctrica y, una vez tranquilo, descubrí que me sentía saciado. Por primera vez en mi vida, había quedado satisfecho con la comida.
VI
Al día siguiente cavé un agujero bajo el suelo de mi habitación. Cuando terminé, lo rodeé de tablas de madera. Había construido una despensa de carne humana. “¡Ah! Aquí guardaré mi preciada comida, pensé. Me brillaban los ojos y, cuando caminaba por la calle, no podía evitar babear. Todos los humanos con los que me topaba me abrían el apetito. En especial me parecían apetecibles los jóvenes de catorce o quince años.. Cuando me encontraba con alguien de esa edad, a duras penas aguantaba las ganas de comérmelo. Debía pensar una forma de hacerme con la comida. Decidí que dormiría a mis presas para traerlas rápidamente a mi casa, así que me guardé un narcótico y un pañuelo en el bolsillo.
El veinticinco de Abril, hace apenas diez días, tomé el tren desde Tabata hasta Ueno. Frente a mí iba sentado un muchacho de aspecto provinciano. Sin duda se trataba de un joven muy guapo, y al parecer viajaba solo.. Empecé a salivar. En ese momento, el tren llegó a Ueno. El muchacho salió de la estación y se detuvo un momento, distraído; a continuación caminó hasta el parque de Ueno, se sentó en un banco y contempló, solitario, la luz de las farolas reflejada en el estanque de Shinobazu.
Miré a mi alrededor; no había allí ni un alma. Saqué de mi bolsillo el frasco con el narcótico y humedecí el pañuelo. El muchacho seguía abstraído, observando el estanque, así que no fue difícil apresarlo y presionar el pañuelo contra su nariz.. Forcejeó durante dos o tres segundos, pero el narcótico pronto surtió efecto y se desplomó en mis brazos.. Bajé rápidamente las escaleras de piedra y, con el muchacho en brazos, llamé a una carreta a cuyo conductor indiqué que se dirigiera a Tomisaka a toda prisa.. Tras llegar a casa y cerrar bien la puerta examiné al muchacho a la luz: era hermoso. Saqué un cuchillo grande y afilado que había preparado y se lo clavé con todas mis fuerzas en la cabeza.. Sus ojos, que hasta aquel momento habían permanecido cerrados, se abrieron por completo un instante, pero sus pupilas negras perdieron su brillo de inmediato y su rostro empezó a palidecer. Guardé el cadáver del muchacho en mi despensa bajo el suelo.
VII
Había decidido devorar al niño con tranquilidad. Mientras asaba algunas partes de su cuerpo me comí su cerebro, sus mejillas, la lengua y la nariz.. Su sabor era tan intenso que creí volverme loco.. El cerebro tenía un gusto realmente sorprendente. Cuando quedé satisfecho, caí rendido hasta el día siguiente. Abrí los ojos cerca de las nueve de la mañana y me dispuse a llenarme el estómago de nuevo.
¡Ah! Fue horroroso. En aquel momento ocurrió algo tan horrible que decidí quitarme la vida. Había bajado a la despensa subterránea con el ansia de una bestia, pues me tocaba disfrutar de sus manos y pies. Tomé la sierra y me detuve un instante, pensando qué cortar primero. Agarré la pierna izquierda y, cuando vi la planta del pie, me sentí como si me hubieran clavado una lanza de hierro en el estómago. ¿No era una luna creciente dorada lo que había allí?. Me vino a la memoria el nacimiento de mi hermano menor, acontecimiento que expuse al principio de esta carta. En aquel momento, el pequeño debía tener ya quince o dieciséis años. Era una situación espantosa: sin querer, me había comido a mi hermano. Recordé que el niño llevaba un paquete y decidí abrirlo. Dentro había cuatro o cinco cuadernos en los que ponía “Goro Kaneko”. Ese era su nombre. Además, al revisar sus notas descubrí que, tras saber de mí, había decidido venir a Tokio a buscarme.. ¡Ah! Por eso no puedo seguir viviendo. Amigo mío, he querido dejarte esto por escrito. Por favor, compadécete de mí.
Así terminaba la carta. Tras leer su contenido no pude menos que dudar de la lucidez de Kaneko. Cuando la policía examinó su cadáver, no vi en su lengua ni rastro de las agujas que había escrito. Lamentablemente, la lengua del diablo no había sido más que una ilusión del poeta.
Fin.
El cuento aparece en la antología “Kaiki”, de editorial Quaterni y está traducido por Juan Antonio Yáñez.
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